Copiado de Fazer-hispania
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De lo mejorcito que he leido en mucho tiempo...
Poneros cómodos por que va para largo (merece la pena)
HISTORIA DE UN PIQUE
A principios de los 70 rondaba yo los 4O años, así que si sacas cuentas, podrás averiguar mi edad. Si eres de los que piensan que la moto es patrimonio solo de veinteañeros, estás terriblemente equivocado, aunque también puede ser que algún día una CBR 900 negra (Fire Blade, por supuesto) te mande un par de aceleradas en el oído, o que en algún bar al costado de la ruta repares en algún anciano de pelo muy largo y canoso que desde un rincón de la barra, enfundado en su Garibaldi blanco, parezca conversar con su Nolan y un café siempre muy largo, sin prestar aparente atención a la conversación de los demás.
A veces me verás sonreír, tal vez alguna fantaseada que el estirado de turno está endilgando a sus colegas, o probablemente algún retazo del pasado que en aquel momento viene a buscarme. Si estás solo y buscas conversación, adelante, siempre estoy dispuesto a compartir un café (siempre muy largo) pero te advierto: soy peligroso, uno de los inconvenientes de mi edad es que los recuerdos y las anécdotas se agolpan en el archivo y pugnan como endemoniados por salir, así que cuando me tiran de la lengua o del procesador de textos, no se sabe nunca cómo va a acabar la cosa. Y es justamente lo que me está pasando en estos momentos.
Ah, si, estábamos a principios de los 70. Después de 3 noviazgos fracasados mi situación sentimental era de paro forzoso, no así en el plan laboral, pues el sueldecito de la fabrica me permitía ir tirando, los amoríos que sí me habían ido bien, desde que a los 14 años me desvirgó una Guzzi, la Aleu, dos Montesas y la Ossa actual. Ahora, rozando la cuarentena mi vida parecía estar a punto de dar un vuelco, acababa de conocer a Cuqui.
Cuqui era quince años menor que yo, hija de un empresario potente y con unas curvas espectaculares. Solo había un problema, Cuqui odiaba las motos, a lo que no le di importancia; un tipo como yo, que había pasado mas horas con un depósito en "las piernas que con una almohada bajo la cabeza, sabría valerme de la técnica y de los recursos necesarios para revertir ese odio en un incontrolable amor. Así que a principios de aquel verano le propuse un pasar un hermoso día en la playa, ella estuvo de acuerdo y le pareció adecuado el lugar. Claro que por entonces aún no existía la autopista, y para llegar allí había que pasar por las cuestas de Garraf, excitante carretera y entrañable amiga que yo consideré adecuada para mis planes: abrir los ojos de Cuqui a las inexplicables sensaciones de un relajado viaje en motocicleta, saboreando el sol, espíritu motero y la elegancia de la brisa marina acariciándole la piel. Al principio todo fue bien.
Con una conducción distendida y cien por cien turística empezarnos a enlazar los primeros tramos mientras mi pasajera iba ganando confianza poco a poco y empezaba a disfrutar del paisaje y la experiencia; sólo faltaba el violinista, querubines sembrando el asfalto de pétalos de rosa a nuestro paso y cupido enamorándonos con sus flechas impregnadas de amor.
Nuestro crucero era de unos 40 por hora en plan dominguero, como se acostumbraba a circular por aquel entonces detrás de los coches. Entonces aquellos monstruos rompieron el hechizo de aquel remanso de paz y ternura, y nos devolvieron al planeta "tierra motorista", cuando pasaron rozándonos aproximadamente a la velocidad de la luz... Zum... Zummm... ZumZum ...Zuuumm... Eran 8 o 9 motocicletas en perfecta formación de fila india y tan pegadas la una a la otra que mas bien parecían una única moto con un montón de ruedas y moteros encima.
Dos segundos después las vi perderse cuesta arriba en un increíble ballet sincronizado a la izquierda, aceleración, destello de piloto trasero, y giro a la derecha. Noté un estremecimiento en las manos de Cuqui que apretaron con fuerza las costuras de mi chaqueta a la altura de los riñones. Volví mi rostro hacia ella sonriendo y seguí inmutable a nuestra velocidad de paseo; afortunadamente, al cabo de un rato noté que se relajaba otra vez.
Unos quince minutos después, a la salida de una curva volvimos a verlas, se habían detenido en una pequeña explanada a la derecha del asfalto y estaban contemplando la maravillosa vista que los acantilados y el mar les regalaban. Las matrículas de sus motos eran alemanas, y ellos también. Rubios, con cabellos lacios muy largos y barbas; solamente sus cascos eran ya un espectáculo, no se parecían nada a mi orinal de producción nacional, mas bien semejaban escafandras de astronautas, y las motos... Jamás había visto un espectáculo semejante. Sí había oído hablar de las japonesas, o había visto alguna fotografía, pero aquello... ruedas como de coche, carenados, semimanillares, frenos de disco y motores de 4 cilindros, increíble. Aminoré aún un poco más la marcha para poder deleitarme un segundo más con aquella visión, pero la felicidad es efímera y las sobrepasé enseguida, así que después de echarles un último vistazo de admiración y envidia a través del retrovisor, los perdí definitivamente de vista.
Tras cinco minutos más de excursión, y justo al encarar una de las pocas rectas del Garraf, los vi crecer vertiginosamente por el espejo, lo primero que me chocó fue que todos llevaban las luces encendidas, detalle que antes no había apreciado; lo segundo fue que en cuanto se me echó encima el primero, no me adelantó, sino que se quedó un momento pegadito a mí para rebasarme muy despacio mientras le echaba una ojeada a mi moto. El segundo hizo lo mismo, repasando de arriba abajo mi Ossa, mientras señalaba mi máquina y le hacía un gesto con la cabeza al que iba tercero, los demás repitieron la operación a medida que me adelantaban, y yo me sentí como un imbécil sin saber si debía saludarles, fingir indiferencia o mirar también sus monturas, hasta que detrás de una escafandra de astronauta le tapa a uno la boca y algo la nariz, pero los ojos no, y cuando uno se ríe, no lo hace sólo con los labios, no señor; los europeos con motos japonesas se ríen con la cara, y eso se nota por mucho casco integral que lleven, y aquel engreído, el último de la fila, se rió, no sé si de mí o de mi moto, pero se rió.
Compréndelo, fue superior a mí, no pude hacer nada para evitarlo. Además dio la casualidad de que aquella carretera era una vieja conocida de antiguas aventuras, dio la casualidad de que se me cruzaron los cables y dio la casualidad de que mi Ossa no era una Mike Andrews réplica de aquellas, sino una yankee 500, con motor 2 tiempos, twin paralelo, perdón, entonces se decía bicilíndrico vertical enfrentado al sentido de la marcha, y con más de 70 CV de los buenos.
Cuando todos los del grupo ya hubieron tenido la oportunidad de contemplarme como a un mono en una jaula, teniendo la delicadeza, al menos, de no tirarme cacahuetes, hicieron bramar sus motores y desaparecieron al final de la recta. Yo, invadido por la serenidad de las grandes ocasiones, me ajusté las gafas que hasta entonces había llevado sobre el clímax, respiré hondo un par de veces, reduje tres marchas y le di al mango como un hombre.
Les juro que una de las cosas que más lamento en mi vida es no haber podido ver la cara del capullo aquel, cuando vio que se le echaba encima el chirimbolo con ruedas del que se había reído un minuto antes, le quité el polvo del lateral izquierdo de su bonito carenado y en la misma operación, casi sin querer, decidí deshacerme también del que le precedía justo a la entrada de una curva en la que acababa de aparecer un 600 conducido por un caballero calvo al que los ojos le crecieron asombrosamente alcanzando en un segundo el tamaño de dos huevos duros, los dos siguientes fueron realmente fáciles, debo reconocerlo.
No se habían enterado aún de qué iba la misa y aproveché el tramo recto para enseñarles, cuando pasé al otro, que ya se había dado cuenta de la situación pero no pudo reaccionar, fue cuando empezó la fiesta de verdad, y los tres que iban delante de mí, después de un instante de estupor, varios titubeos, se agacharon sobre el depósito y empezaron a retorcer las orejas de sus japonesas.
Pero resulta que en la casa Ossa, además de fabricar estupendos proyectores cinematográficos, también entendían algo de motos, así que no fue muy difícil chuparle rueda al siguiente, claro que adelantarle era otra cosa, los otros dos que quedaban delante nos iban tomando algo de distancia, así que no debía perder mucho tiempo con el que iba tercero, porque corría el riesgo de perderlos, en esto estábamos cuando, ¡Oh! Dios existe: después de negociar una de derechos, nos encontramos una pequeña recta y, al final, una curva bien visible donde iban a cruzar el Renault Gordini al que deberíamos adelantar y el auto que venía hacia nosotros. El alemán dudó una décima de segundo, no podría pasar entre los dos vehículos, juntos. Un instante antes de ver iluminarse su luz de freno, yo ya había reducido una marcha y enroscado el puño del acelerador, y después de dejarle atrás, seguramente planteándose cambiar su Suzuki por una Torrot 49. Pasé entre el coche y el auto en pleno viraje creando el estilo que años después me copiaría descaradamente Ronaldinho para colarse entre los defensores del Compostela; y sin detenerme a pensar qué opinión tendrían de mi mamá el chofer y el dominguero, me lancé a la caza de los dos últimos modelos trofeos. Me costó mucho alcanzarles, los malditos iban deprisa, pero al final me puse a rueda. Iban separados unos 20 metros uno del otro, mejor.
Después de varios minutos sin que ocurriera nada mas que no fuera la insólita y rápida reducción del tamaño de las estriberas y el cromado de los escapes, llegué a su altura y lo mejor de mi vida fue aquel exterior, ¡qué trazada!, ¡qué finura!,¡qué aplomo y precisión! Dios mío si lo hubieras visto, arrasaría las votaciones para piloto del año. Le sorprendí totalmente, pues no se esperaba que nadie tuviese pelotas de adelantar en plena curva ciego por el carril de la izquierda, bordeando además el acantilado de más de 50 metros de caída libre. Cuando le estaba pasando me pareció que el casco iba a salírsele de la cabeza, seguramente a causa de que se le pusieron sus largos pelos de punta, la boca se le abrió tanto que la mandíbula le asomó por la parte inferior del integral, y sus ojos.
¡Oh, sí!, en plena maniobra tuve la cortesía de mirarle a la cara, el tamaño de sus ojos dejaban en ridículo a los del pobre conductor de la 750. Y ahí acabo todo. El que quedaba delante, simplemente se rindió. Lo había visto todo por el retrovisor y seguramente decidió que el sol de España, las discotecas de Sitges y el cálido abrazo de mamá cuando volviera a su país valían mas que la locura de seguir peleándose con el demente aquel y su extraño cachorro, que al parecer tenía la costumbre de zamparse 8 ó 9 japonesas antes de desayunar. Así que desenroscó cobarde y lastimosamente el mango y le dejé atrás seguramente meditando sobre los misterios insondables de la vida. Seguí un par de kilómetros más en solitario, dejando que allí detrás los vencidos se reagruparan en su humillante derrota y preparé mentalmente la entrega de premios.
Me detuve mas adelante al costado del camino y me bajé con rapidez de la moto y apoyándome en el depósito de combustible con aire de despreocupación, adopté mi posición, fingiendo contemplar relajadamente el paisaje, como ellos habían hecho antes. Fue entonces cuando reparé en ella, ¡¡Cuqui!!, me había olvidado completamente que llevaba a mi posible novia como paquete. Estaba entumecida, tiesa como una chasis de doble viga de aluminio, blanca como el carenado de Cardús en los duros tiempos de crisis "sponsoril" y la mirada perdida en el infinito, sentada sobre la Yankee con los brazos doblados y las manos agarrotadas en actitud de agarrarse aún a mi chaqueta como si yo aún estuviese allí.
Efectivamente, parecía que eso de las motos no era lo suyo. Les oí llegar por la izquierda, decidí desentenderme un momento del problema y seguir con la pose de absoluta indiferencia, total serian un par de segundos necesario para que los vencidos se retiren, pero cuando aparecieron por la curva, redujeron la velocidad y se pararon todos ante mí. Algunos se quitaron el casco y me miraron con una mezcla de respeto, admiración y perplejidad.
El silencio se podía cortar con un cuchillo. En un momento puede cambiar la historia de la humanidad, un pequeño detalle puede dar un giro a la vida de cualquiera o a su futuro, una nimiedad puede hundir al más magno y solemne triunfador en los más míseros de las ruinas: justo en aquel glorioso momento Cuqui me vomitó encima. Y no creas que fue una pequeñez, no, fue un verdadero chaparrón que me dejó paralizado y cubierto de arriba abajo por una espesa macedonia multicolor. Se hizo de nuevo un silencio sepulcral, la estupefacción se dibujó en las caras de los alemanes, y a mí no se me ocurrió otra cosa que sonreír estúpidamente. Aquello ya fue demasiado.
De pronto sonó una estruendoso carcajada a la que siguieron siete más y aquello se convirtió en un manicomio. ¿Has visto alguna vez a alguien con un auténtico genuino ataque de risa?, pues prueba imaginarte ocho a la vez; es contagioso e imparable, no se puede hacer nada para detenerlo y a mí también me dio cuando Cuqui, que afortunadamente no llevaba ningún hacha, me soltó un tremendo sopapo y su mano quedó pegada en mi mejilla. En lugar de un enérgico ipaf! sonó un impresentable ichop! y, claro, no hizo el mismo efecto, desencadenando un agravamiento general del ataque de risa que provocó la huida de Cuqui, que se alejó, corriendo carretera arriba, agitando los brazos en alto y aullando como una sirena de una fábrica a la hora de salida.
Entonces, a uno de ellos le flaquearon las piernas por los espasmos de la risa y cayo con la moto como un saco de patatas, otro lloraba a carcajadas golpeando el deposito de su Kawasaki mientras un compañero, que soltaba como unos hipos entrecortados, les decía a los demás que se estaba desmayando, al tiempo que el que había caído estaba revolcándose en el suelo en pleno ataque y otro pataleaba una señal de prohibido adelantar, entre síncopes carcajeantes. Así nos encontraron los de la Guardia Civil que, después de cinco minutos de intentos de averiguar qué rayos estaba pasando allí sin que nadie de los presentes les hiciera ningún caso ni viera capaz de otra cosa que contenerse el estómago, y respirar de vez en cuando.
Jamás volví a ver a Cuqui, se iría en auto a su casa, yo qué sé, los alemanes y yo acabamos con un porcentaje bastante elevado de las existencias cerveceras de Sitges, y anduvimos todo el verano juntos, intercambiando monturas y descubriendo parajes insólitos de nuestras carreteras costeras. Han pasado casi treinta años y nos seguimos viendo, dos veces por temporada, una en el G.P. de aquí y la otra es Elefantentrefíen, adonde, por supuesto, acudo con la mítica Ossa Yankee 500 que aún conservo y que allí es venerada por nueve ancianos decrépitos que, sentados sobre la nieve y al abrigo de un fuego, brindan por ella, y a los que en el momento mas insospechado, y para alarma de sus coronarías, hernias y artritis, les sobreviene un ataque de risa sin que nadie entienda porqué.
Saludos
Lluís
P.D. Yo no he podido evitar ponerle la cara de Penta, con todo el cariño del mundo 😉
Muy buena.
Así que es Penta ¿no? jeje. Mira que al leerlo he pensado que podría serlo, pero no lo acababa de ver claro, jeje.
Saludos.
Bueno, pero hay una mentira en todo esto....
No es Rodalninho de Assis el que se escabuye entre lo jugadores del Compos, sino Ronaldo Luis Nazario da Lima....
Forza Penta... 😀 😀 😀 😀
Salu2..
También conocido como el zampabollos XD XD XD
Buenísima la historia XD
Pobre Cuqui 🙄